Es
muy bueno leer la historia de los prehispánicos para saber cómo era el carácter
de los mismos, su vida, costumbres, ciencia, filosofía, economía, sociedad y
arte que son los ejes centrales de toda sociedad para poder hacerse una idea
clara.
Es
sorprendente como se ha evitado decir la verdad sobre los pueblos prehispánicos
y como se ha maquillado todo para que los españoles parezcan como súper hombres
y los prehispánicos como seres inferiores. No hay escritor que se atreva a
pensar sobre los hechos y desmenuzarlos filosóficamente. Quizá no han tenido
tal calidad o quizá no era el momento.
Eran
todo los mexicas y en especial sanguinarios pero no bárbaros y para dominar
entre pueblos fuertes era menester este rasgo en este contexto. La valentía era
una virtud cotidiana. Los menos de mil españoles no hubieran servido ni de
entrada para los mexicanos si no hubieran estado protegidos por los tlaxcaltecas,
grandes guerreros, tan valientes como los mexicas. Ahora bien, no se puede
culpar a los tlaxcaltecas por apoyar a los españoles, eran enemigos jurados de
los de Tenochtitlan.
En
efecto, si los tlaxcaltecas no hubieran estado como buenos padres de los
españoles en sus primeros pasos, estos hubieran sido literalmente devorados en
lo que hoy conocemos como pozole. Con todo, no se trata de menoscabar la valentía
de los españoles pues la tenían pero no eran superiores como guerreros ante los
naturales. Las circunstancias les permitieron ser benefactores de las contradicciones
del imperio mexica; no más.
La
totalidad de obras escritas sobre la conquista siguen la línea de Thomas
Carlyle quien en su obra considera que son los héroes, los líderes, los caudillos
los que escriben la historia y dejan su impronta en la vida hasta que llega
otro héroe y cambia con sus acciones todo lo que sus fuerzas le permitan. Es un
craso error creer esto pues se desestiman las circunstancias sociales, políticas,
geográficas, económicas, morales y éticas. Otra de las limitaciones que se
hayan siempre presentes es que todos los historiadores de la conquista de México
son religiosos y de continuo se ven obligados a torcer los hechos influenciados
por sus creencias religiosas. Pues bien este tipo de historia no deja de ser
importante pues nos traen a colación los hechos para que sean conocidos;
siempre tratando de ser imparciales y con toda la frialdad posible.
William
H. Prescott es uno de los historiadores que trata el tema de la conquista de México
que atribuye toda la gloria a los españoles y donde los tlaxcaltecas, cholultecas,
huejotzincas, los de Otumba y demás aliados contra los mexicas fueran meros fantasmas,
títeres o comparsas que se movían sin voluntad alguna. Por supuesto que no; los
tlaxcaltecas tenían sus razones vengativas, su odio y el interés por acabar con
la guerra que les daban los mexicanos y los demás pueblos lo mismo. Si esta
circunstancia política no hubiera existido (La división entre tlaxcaltecas y
mexicas), Hernán Cortés no hubiera siquiera llegado a Tenochtitlan, ahí estala
historia contada por los propios españoles eso si mal contada, sesgada,
camuflada y permitida. Dicho lo anterior paso a transcribir una fragmento de la
obra de Prescott[1]
y que se sitúa después de diversas victorias de los enemigos de los mexicas.
“Esperando
Cortes encontrar el orgullo de los nativos algo humillado con estos reveses, determinó
con su acostumbrada política proponerles bases ventajosas para una negociación.
Invitó pues al enemigo a un parlamento, y luego que se reunieron en la gran
plaza los principales jefes con sus respectivas comitivas, subió a la torrecilla
ocupada antes por Moctezuma, e hizo señas de que quería hablarles. Marina se colocó,
a su lado en clase de interprete, y la multitud miraba con ansiosa curiosidad a
la joven india, (sic) cuyo influjo sobre los españoles, y particularmente sus
relaciones con el general, hicieron que los aztecas le designaran con el nombre
mexicano de Malinche[2].
Hablando Cortés por la suave y armoniosa voz de su favorita, dijo a los mexicanos,
que debían estar ya convencidos de que nada podían esperar de su oposición a
los españoles. Habían visto a sus dioses arrastrados por el polvo, destruidos
sus altares, incendiados sus edificios y muertos sus guerreros. “Todos estos
males –continuo- os ha ocasionado vuestra rebelión. Y, sin embargo, por el
afecto que aun os profesa vuestro soberano, a quien habéis tratado
indignamente, suspenderé gustoso las hostilidades si deponéis las armas y volvéis
a la obediencia. Pero si así no lo hacéis –concluyó- ¡convertiré vuestra ciudad
en un montón de cenizas, y no dejare alma viviente que llore sobre ellas!”
Pero
aún no conocía bien todavía el capitán español el carácter de los aztecas, si creyó
intimidarlos con amenazas. Pacíficos en su exterior y tardos para obrar, era
tanto más difícil calmar su exaltación cuando habían sido excitados una vez, y
entonces, que habían sido conmovidos hasta lo más íntimo, no había voz humana
que pudiera apaciguar la tempestad. Sin embargo, puede ser muy bien que no se
hubiera equivocado Cortés tanto en cuanto al carácter del pueblo. Tal vez conoció
que un tono de autoridad era el único que podía tomar con alguna esperanza de cambiar
su posición, en la que un lenguaje más moderado y conciliador, manifestando la convicción
que tenia de la superioridad del enemigo, habría desconcertado indudablemente
sus planes.
Era
cierto, contestaron, que habían sido destruidos sus templos, abatidos sus
dioses y muertos sus compatriotas. Muchos más sin duda habrían de perecer bajo
las terribles armas del español; pero ellos quedarían contentos entre tanto pudieran
derramarla sangre de uno solo de los enemigos, por la de cada mil mexicanos”.[3]
Mirad –continuaron diciendo- nuestras azoteas y calles; vedlas pobladas aun de
guerreros hasta donde puede alcanzar la vista. Apenas si aminora nuestro número
con las pérdidas sufridas, cuando el vuestro cada hora se disminuye. Vosotros perecéis
de hambre y enfermedades. Están para acabarse vuestras provisiones y el agua, y
pronto debéis caer en nuestras manos. Las puentes están levantadas y no podéis
escapar.[4] Pocos
de vosotros dejareis de experimentar la venganza de nuestros dioses.” Cuando
concluyeron, arrojaron sobre las murallas una lluvia d flechas, que obligó a
los españoles a bajar y refugiarse dentro de las fortificaciones.
Este fiero e indomable espíritu de los aztecas
lleno de espanto a los sitiados. Todo lo que habían hecho y sufrido, los
combates de día, las vigilias de noche, los peligros que habían desafiado, y
aun las victorias que habían ganado, de nada les servía. Era demasiado claro
que no tenían ya el resorte de la antigua superstición que obraba en el corazón
de los nativos, quienes como fieras que han roto las ligaduras que las
aseguraban, parecían ensordecidos y triunfantes con el completo conocimiento de
su fuerza. La noticia de la rotura de los puentes, sonó en el oído de los españoles
como el toque de la muerte; todo lo que habían oído era demasiado cierto, mirábanse
los unos a los otros con ansiedad y temor.
Pues
bien, esta es la realidad y Cortés no volverá a cometer el mismo error y traerá
en lo sucesivo a los tlaxcaltecas en gran número, a los cholultecas,
huejotzincas y todos los enemigos de los mexicas. Esa es la vena de valentía
que cortaron a los prehispánicos para su dominación y que debe resurgir.
[1]
Prescott, H. William. Historia de la conquista de México.
México. 2000. Editorial Porrúa. Colección “Sepan
Cuantos…”. Paginas
[2] Este
es el nombre con que aún es celebrada en las canciones populares de México.
[3] Según
Cortés, se vanagloriaron en estilo más altivo, de que podían morir veinticinco
mil por uno, “a morir veinte y cinco mil de ellos y uno de los nuestros”. “Rel.
Seg.” De Cortes, en Lorenzana. Pág. 139.
[4]
Que todas las calzadas de las entradas de la ciudad eran deshechas, como de
hecho pasaba.” Ibíd., loc. Cit. Oviedo. Historia de las Indias, MS., lib. 33,
cap. 13.
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