2.5.
Juan Jacobo Rousseau
“La
soberanía es indivisible por la misma razón que es inalienable; porque la
voluntad es general, o no lo es; la declaración de esta voluntad constituye una
cato de soberanía y es ley; en el segundo, no es sino una voluntad particular o
un acto de magistratura; un decreto a lo más.
Pero nuestros políticos, no pudiendo
dividir la soberanía en principio, la dividen
en sus fines y objeto: en fuerza y voluntad, en poder legislativo y en poder
ejecutivo, en derecho de impuesto, de justicia y de guerra; en administración
interior y en poder de contratar con el extranjero, confundiendo tan pronto
estas partes como tan pronto separándolas. Hacen del soberano un ser fantástico
formado de partes relacionadas, como si compusieran un hombre con miembros de
diferentes cuerpos, tomando los ojos de uno, los brazos de otro y las piernas
de otro. Según cuentan los charlatanes del Japón despedazan un niño a la vista
de los espectadores, y arrojando después al aire todos sus miembros uno tras
otro, hacen caer la criatura viva y entera. Tales son, más o menos, los juegos
de cubilete de nuestros políticos: después de desmembrar el cuerpo social con
una habilidad y un prestigio ilusorios, unen las diferentes partes no se sabe
cómo.
Este error proviene de que no se
han tenido nociones exactas de la autoridad soberana, habiendo considerado como
partes integrantes lo que solo eran emanaciones de ella. Así, por ejemplo, el
acto de declarar la guerra como el de celebrar la paz se han calificado como
actos de soberanía; lo cual no es cierto, puesto que ninguno de ellos es una
ley sino una aplicación de la ley, un acto particular que determina la misma,
como se verá claramente al fijar la idea que encierra este vocablo.
Observando asimismo las otras
divisiones, se descubrirá todas las veces que se incurre en el mismo error; es
la del pueblo o la de una parte de él. En el primer caso, los derechos que se
toman como partes de la soberanía, están todos subordinados a ella, y suponen
siempre la ejecución de voluntades supremas.
No es posible imaginar cuanta
oscuridad ha arrojado esta falta de exactitud en las discusiones de los autores
de derecho político, cuando han querido emitir opinión o decidir sobre los
derechos respectivos de reyes y pueblos, partiendo de los principios que habían
establecido. Cualquiera puede convencerse de ello, al ver en los capítulos I y
IV del primer libro de Grotio, como este sabio tratadista y su traductor
Barbeyrac se confunden y enredan con sus sofismas, temerosos de decir demasiado
o de no decir lo bastante según su entender, y de poner en oposición los
intereses que intentan conciliar. Grotio descontento de su patria, refugiado en
Francia y deseoso de hacer la corte a Luis XIII, a quien dedico su libro, no
economizó medio alguno para despojar a los pueblos de todos sus derechos y
revestir con ellos, con todo el arte posible, a los reyes. Lo mismo hubiera
querido hacer Barbeyrac, que dedicó su traducción al rey de Inglaterra Jorge I,
pero desgraciadamente, la expulsión de Jacobo II, que él califica de abdicación,
le obligo a mantenerse en la reserva, a eludir y a tergiversar las ideas para
no hacer de Guillermo un usurpador. Si estos dos escritores hubieran adoptado
los verdaderos principios, habrían salvado todas las dificultades y habrían
sido consecuentes con ellos, pero entonces habrían tristemente dicho la verdad
y hecho la corte al pueblo. La verdad no lleva a la fortuna, ni el pueblo da
embajadas, cátedras ni pensiones”[1].
El constituyente mexicano hace hace
una mescla de racionalismo con el pensamiento político de Rousseau y la teoría política
de Montesquieu. En el artículo 39 constitucional se tiene la idea clara de ser
el pueblo el soberano y que en el reside esencial y originariamente la soberanía
pero en el artículo 49 constitucional se adopta la teoría de “La división de
poderes” y se dice que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los podres de
la Unión. Esta mezcolanza de teorías ha dado como resultado un enredo teórico difícil
de conciliar y entender razonable y lógicamente. Esto aun siendo la misma idea
de libertad la que tienen Montesquieu y Rousseau, misma que difiere de la idea
de libertad surgida del romanticismo de autores tales como Schelling, Hegel o Saint
Simón. Para los primeros la libertad es el espacio mínimo y sagrado que tiene
el gobernado para hacer lo que quiere dentro del marco democrático; para los
segundos, la libertad consiste en entender y darse al Absoluto, es decir,
entender las leyes y hacer lo que ellas mandan, en el caso de los dos primeros
y dejarse dirigir por los industriales, banqueros y todo aquel que sea
progresista.
Así, para el primer grupo, la soberanía
cuando es Republica radica en el pueblo, para el segundo grupo el pueblo no
puede ser soberano sino que está bajo la soberanía externa del Absoluto o de un
grupo selecto. Los mexicanos al haber elegido la idea de libertad y soberanía correspondiente
al pensamiento de Rousseau determinaron el pueblo fuera el soberano.
[1]
Rousseau, Juan Jacobo, El contrato Social.
México, Ed. Porrúa, 1987, Colección “Sepan
Cuantos…”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario