Enrique Peña Nieto,
como gobernante me recuerda a Darío III que en todos los enfrentamientos contra
Alejandro el Grande ponía pies en polvorosa. En la batalla de Issos, teniendo
superioridad contra los griegos, al ver durante la refriega que la derrota era
inminente se dio a la fuga, dejando a su madre y, a su esposa con toda la
familia, misma que cayó en manos de Alejandro. Ambos ejércitos se volvieron a
enfrentar en Gaugamela, teniendo los persas una superioridad de aproximadamente
cinco a uno; unos 250,000 persas contra unos 45,000 griegos y, el resultado se
repitió, el ejército de Alejandro Magno superó a sus enemigos y, al ver que la
derrota era inevitable Darío III, volvió a huir. Tiempo después sus propios
hombres lo mataron.
Peña Nieto en cada
batalla; desde las mínimas como en la Universidad Iberoamericana, hasta las
grandes como regular a las grandes trasnacionales, pasando por su propia
corrupción de la Casa Blanca, siempre huye. Deja que otros asuman el mando del
gobierno para tratar de solucionar problemas grandes o pequeños.
Claro, para
gobernar se necesita estar bien capacitado tanto de cuerpo y mente, pues en
caso contrario tal como Darío III perdió su imperio, Peña Nieto ha perdido la
riqueza nacional ante la embestida de las trasnacionales, de la delincuencia
organizada y la corrupción de sus propios cómplices; esto, aunque nos diga
todos los días lo contrario.
Darío III, el último
rey de la dinastía Aqueménida y Enrique Peña Nieto el último de la dinastía de
Atlacomulco, son dos seres aparentemente tan diferentes en dos lugares y
tiempos distantes pero son esencialmente una misma forma del fracaso evidente.
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