Es sabido que los panistas dicen regir sus
vidas por las Sagradas Escrituras, y Felipe Calderón no es la excepción. Un
buen día se levantó y decidió que iba a acabar con los carteles a punta de
balazos y muy ufano declaró una guerra. Se vistió como todo un guerrero y emuló,
en sus locos sueños, a los cruzados. Dios, su Dios lo guiaba. El muy tonto no
entendió que en lugar de un ejército armado con fusiles se necesitaba un ejército
de contadores, fiscales y jueces; los primeros para seguir los caminos del
dinero mal habido, los segundos para ejercitar acciones penales y los últimos para
impartir justicia recta. Claro no iba a molestar a los dueños de los bancos, de
la bolsa de valores, casas de cambio, en suma, a los dueños de todo el sistema
financiero mexicano. El resultado un desastre.
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