Los
tlaxcaltecas fueron guerreros muy valientes y no podía ser de otra manera pues pertenecían
al mismo grupo de pueblos que llegaron a poblar en las orillas del lago de
Texcoco. Pero tuvieron problemas con
otros pueblos y aunque resultaron victoriosos decidieron emigrar y uno de los
tres grupos en que se dividieron llegó a las faldas de lo que hoy se llama “La
Malinche”. Sus dominios no eran muy grandes pero eran tan valientes que los
mexicanos nunca los pudieron vencer y fueron los que terminaron venciéndolos.
Los
españoles como Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo nos han dejado
testimonios de su paso por el territorio de los tlaxcaltecas y como se hicieron
aliados. Ahora bien, los demás historiadores siguen a estos dos personajes pero
también siguen sus errores evidentes por no decir mentiras. En efecto, si no se
piensa en la veracidad de los hechos y se siguen opiniones ciegamente se llega
a narrativas inverosímiles.
Es
inverosímil lo que cuentan tanto Cortés como Díaz del Castillo cuando pelearon
contra los tlaxcaltecas. El consejo de los cuatro partes en que estaba dividido
el reino de este pueblo ya habían decido darles guerra a los españoles. Únicamente
recordemos que tenían al mismo Dios de la guerra que los aztecas pero lo
llamaban Camaxtle y tenían las mismas fuerzas especiales, caballeros ocelote y águilas.
Con todo su poderío los mexicanos nunca pudieron vencerlos pero ni de lejos.
Es
necesario hacer una revisión detallada, razonable y cuando sea posible
comprobable.
Es
entendible que quienes estuvieran en tierras extrañas con personas extrañas sintieran
miedo o temor extraordinarios y que solo su fortaleza los hiciera salir del
trance pero no se puede aceptar que después de pasado el omento sigan sosteniendo
sus visiones increíbles como verdades y estos es lo que les pasó a los dos
españoles como a los que los siguieron. En lo que ahora es México, los
españoles no pasaron de 1,000. Aquí va lo que narra William H. Prescott con base
en lo que escribieron Cortés y Díaz del Castillo:
“Los
indios sostuvieron el campo por un rato con valor, y luego se retiraron
precipitadamente, pero no en desorden.[1]
Los españoles, cuya sangre estaba enardecida por el encuentro, continuaron su
victoria con más celo que prudencia, permitiendo que el astuto enemigo los
condujese a una estrecha cañada o desfiladero, interceptado por un pequeño
arroyo, cuyo quebrado terreno era muy desfavorable para la artillería. Avanzando
con el fin de salir de esta peligrosa posición, y al voltear un ángulo del
camino, vieron un numeroso ejército cerrando la garganta del valle, y extendiéndose
sobre las llanuras que le seguían. A los asombrados ojos de Cortés parecieron
cien mil hombres, siendo así que ningún cálculo los estima en más de treinta
mil. [2].
Después
de una escaramuza y ya entrando en plena batalla, esto dicen los españoles que pasó
y perdónenme pero me parece más como si los españoles fueran la “Liga de la justicia”
o un milagro bíblico donde van acomodando los hechos:
Arrollado
el enemigo por la caballería, y despedazado por las herraduras de su fogosos corceles,
gradualmente comenzó a ceder el campo. En todo este terrible encuentro, los
indios aliados fueron de gran servicio a los españoles. Se arrojaban al agua,
acometiendo a sus adversarios con la desesperación de hombres que conocían “que
su única seguridad estaba en la poca esperanza que alimentaba de salvarse”.[3] “No
veo sino la muerte para nosotros –dijo un jefe cempoalteca a Marina -; nunca
conseguiremos pasar vivos.” “El Dios de los cristianos está con nosotros -contestó la intrépida mujer-, y él nos conducirá
salvos y seguros.”[4]
En
el estruendo del combate se escuchaba la voz de Cortés alentando a sus
soldados. “Si sucumbimos ahora-exclamaba -, la cruz de Cristo nunca podrá plantarse
en el país. Adelante, camaradas. ¿Cuándo se ha oído que un castellano vuelva la
espalda al enemigo?.[5] Animados
los españoles con las palabras y heroica conducta de su general, después de desesperados
esfuerzos lograron al fin forzar un paso por entre las espesas columnas del enemigo
y salir del desfiladero a un extenso llano.”
Si
después de leer esto no sonríe uno por lo inverosímil y se da uno plena cuenta
de estar leyendo hechos inexactos que por desgracia no podremos saber cómo
realmente ocurrieron por obvias razones, estaremos manteniéndonos en la
adolescencia. Se ve clara la intención ideología de hacer pasar como superior
lo europeo donde se incrusta lo español. La superioridad de la que se jactan es
ilusoria. Con únicamente rodearlos en un terreno que conocían perfectamente,
los tlaxcaltecas a los españoles; estos hubieran servido para el sacrificio sin
ninguna duda. Está muy lejos de decirse la última palabra verdadera en este tópico.
Prescott, H. William. Historia de la Conquista de México
México, 2000. Porrúa. Colección “Sepan cuantos…”. Pág. 199, 200
[1]
“Una gentil contienda”, dice Gómara, hablando de esta escaramuza. Crónica, cap.
46.
[2]
“Rel. seg” de Cortés, en Lorenzana, pág. 51. Según Gómara (Crónica, cap. 46),
el enemigo contaba ochenta mil hombres, y lo mismo dice Ixtlixóchitl. (Hist. Chich., MS cap. 83.1) Bernal Díaz
asegura que eran más de cuarenta mil (Historia de la conquista, cap. 63); pero
Herrera (Historia general, déc. 2. Lib. 4, cap. 20) reducen el número a treinta
mil. Sería tan fácil contar las hojas de un bosque como las confusas filas de
los bárbaros. Como este solo era uno de los varios ejércitos mantenidos por los
tlaxcaltecas, la suma menor de las sobredichas es probablemente excesiva, pues
toda la población del Estado, según Clavigero, quien probablemente no había de
reducirla a menos de la que realmente era, no excedía de medio millón. Stor. Del
Messico, tomo I, pág. 156.
[3] “Una
illis fuit spes salutis, desperasse de salute.” (“Su única esperanza de salvación
fue precisamente haber desesperado de ella.”) [MC] P. Mártir de Angleria, De
Orbe Novo, déc. V. cap. I. Esta dicho esto con la energía clásica de Tácito.
[4] “Respondióle
Marina, que no tuviere miedo, porque el Dios de los cristianos, que es muy
poderoso, y los quería mucho, los sacaría de peligro.” Herrera, Historia
general. déc. 2. Lib. 6. Cap. 5
[5] Ibíd.,
ubi supra.
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