Palabras,
conceptos como competitividad, productividad son el símbolo de la feroz
competencia en que se ha convertido la vida. Antaño, eran los reyes, la nobleza
la que enviaba a los siervos a pelear sus batallas por cosas teológicas, económicas
o políticas; hoy, son los dueños de las grandes trasnacionales los que, envían a
una lucha feroz a los trabajadores para producir y competir entre ellos con
pingues ganancias para los primeros y una mala vida para los segundos.
La
vida ha sido rebajada a grados inauditos. Todo lo que importa es la macroeconomía,
es decir, la salud económica de los verdaderamente ricos. Con base a mantener
contentos a los burgueses los gobiernos despliegan sus discurso de bienestar
aunque, la microeconomía, la economía de la mayoría de los ciudadanos
(Maestros, empleados, albañiles, campesinos, obreros etc.), solo sirva para
vivir día a día. Pero esto conlleva a no poder invertir en educación, cultura,
arte y, en consecuencia, crear o propiciar que los seres humanos se formen con
valores (solidaridad, amor, tolerancia, respeto, honradez, etc.) y por el
contrario, se adopten sus contrarios (híper individualidad, intolerancia, falta
de respeto, corrupción, cinismo etc.), con una sola mira obtener dinero o cosas
materiales.
Se
había creído que la economía debería servir para la vida y se llegó a lo
contrario, la vida al servicio de la economía. La vida se ha vuelto una cosa y
por ende, tiene un valor como una mercancía más. Así se ha conformado el
concepto de persona-cosa. La vida, el ente metafísico radical por excelencia
convertido en res (cosa). Se ha arrancado la vida del centro vital y se ha
puesto entre las cosas reales. Evidentemente, a la vida no le corresponde tal posición;
con todo, es la humanidad la que tendrá que corregir o no tal error.
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