Es
la madrugada del día 16 de septiembre de 1810, aproximadamente a las dos de la
mañana, en Dolores Hidalgo, Guanajuato cuando por unos instantes sonó la
campana de la parroquia de Nuestra Señora de Dolores, la gente ya acostumbrada
al llamado del toque de campana se reunió en el atrio de la iglesia, donde
Miguel Hidalgo junto con otros líderes arengó a los lugareños para levantarse
contra el mal gobierno. El llamado de campana era ya un símbolo al llamado para
ir a la iglesia o para otra cosa emergente.
En
1896, Porfirio Díaz, ordena trasladar la campana de Dolores a la capital
mexicana, al Distrito Federal para colocarla en Palacio Nacional para que el
pueblo viera la simbólica campana y se iniciara su veneración en el propio corazón
político del Estado mexicano ya se había dado el primer gran paso para que el símbolo
marginal se convirtiera en símbolo nacional.
Han
pasado 119 años desde el traslado de la campana de Dolores al centro neurálgico
de la política y de la nación mexicana y el rito simbólico del toque de la
campana de Dolores se ha afianzado en el colectivo nacional y lo que una vez sirvió
y significó un llamado a la independencia, sirve ahora como un símbolo de dominación.
La gente se reúne bajo cualquier condición y espera la salida del presidente en
turno para gritar las palabras simbólicas, al compás que despliega el símbolo del
poder (presidente de la Republica), al sonido simbólico de una campana simbólica
que encanta a los presentes y aun, a los que ven el rito a través de la televisión.
Queda demostrado el poder de los símbolos porque a pesar de ser los presidentes
tiranos, asesinos, corruptos, represores y colaboracionistas con los
extranjeros y hasta traidores a la patria, los símbolos despliegan su poder
para acallar las protestas de los inconformes y críticos. El presidente tiene
un momento inefable y quizás una conexión con el momento en que sonó el símbolo,
la campana el 16 de septiembre de 1810 cuando la gente también acudió a su
llamado.
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