Antaño
la felicidad estaba fija por los valores y costumbres de las diversas
sociedades. Para tener una vida estable bastaba con conseguir una pareja y todo
marchaba a las mil maravillas o eso parecía a lo menos. La liberación, es decir,
la rebelión de las mujeres dio al traste, pulverizó la familia tradicional. La
mujer exigió de todas las formas posibles su libertad, sus derechos pues
libertad sin derechos no lo es; y la felicidad se nos esfumó a los hombres. La
cosa se ha puesto difícil y ambos géneros padecemos estas circunstancias. Ahora
parece que la felicidad huidiza o por lo menos la estabilidad familiar depende
de una buena jugada de ruleta rusa en que se ha convertido la constante búsqueda
del otro o la otra o como románticamente se dice: la media naranja.
Que
lejos estamos de la mítica unión que se desprende de la Biblia, en donde Adán y
Eva eran el modelo de familia que tanto cacarean los teólogos. Quizá ese modelo
sea ideal pero la mujer no tenía libertad, era falso, artificial y dictado por
sujetos francamente deleznables y tejedores como arañas. Sin un ápice de confianza.
Ambos géneros nos hemos separado con harta desconfianza y no es para menos; ver
la realidad tan torcida ha llevado a las mujeres a desconfiar de los hombres
conquistadores y ya sabemos a qué nos llevan las conquistas por la fuerza: a la
fundada desconfianza y al contraataque. Bien mujeres y hombres tenemos un problema,
a lo manos hay que reconocerlo.
Me
parece que los hombres debemos aceptar con toda modestia que la hemos echado a
perder sin más. La lucha sorda o abierta seguirá y es preferible que las
mujeres sigan conquistando sus derechos. Ahora cometen las mismas barbaridades
que los hombres y debemos padecerlas con franca reflexión y acción para tratar
de salir de esta crisis.
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