Las
personas quieren saber si dios alguno existe. Al parecer no. Vemos el curso de
la realidad devenir sin ninguna intervención que perturbe su curso. Solo
aquellos (la gran mayoría), que se han anulado su yo en favor de una entidad o
sudo entidad tienen la esperanza de que su vida tenga algún sentido fuera de su
vida misma; estos, están dispuestos a creer las más locas ideas sobre dioses, vírgenes,
ángeles, milagros, al más allá, el alma y cosas por el estilo; es decir, están pre
dispuestos a creer en la existencia de un dios. Son acríticos y a menudo
ignorantes de toda regla y de toda ontología. Solo remuelen los conceptos metafísicos
dados y con ello les basta.
Si
alguien niega la existencia de algún dios, inmediatamente se ponen a la
defensiva y necean como niños berrinchudos que no se les cumple el capricho. No
le corresponde probar la existencia de dios alguno quien niega su existencia;
conforme a las reglas del Derecho aplicables a este caso, es, quien afirma la
existencia del dicho dios quien debe probar la misma. Esto no quebranta en ápice
alguno el ámbito teológico sino que pone claridad donde estaba la confusión.
Así,
se puede seguir la marcha de la realidad y tratar de cambiar la misma en sus distintas
facetas: política, económica, social, artística, filosófica, de la ciencia
etc., sin tener que un agente extraño e inoperante (Dios), tenga que intervenir
tan solo porque se le reza (que cosa tan infantil que un dios todopoderoso se
enternezca por unos rezos). Las cosas a cambiar deben ser de acuerdo a las
circunstancias específicas; así la ciencia debe cambiar de acuerdo a los métodos
científicos y las necesidades reales, la política con la acción política y así
por el estilo sin esperar que de repente salga una mano divina y todo mejore.
Eso no sucede más que en las cabecitas huecas que añoran embaucar a otras
tantas cabezas similares. A la vida le hace falta más ciencia y menos teología,
más seriedad y más alegría libres de toda moralina.
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