Mediocres
siempre se refugian en el hecho inevitable de
la muerte. Se solazan en enunciar que en la tumba, todos somos iguales;
que allí, todos, mujeres, hombres, niños, niñas, viejos: ricos, pobres, sabios
e ignorantes somos iguales y al final, polvo. Ese hecho cierto y evidente, sin
embargo, no tiene aplicación ni sentido en la vida. Las cosas allí son
radicalmente diferentes; tanto que los mismos que se alegran por anticipado al
hecho igualitario en la muerte se quejan desesperadamente en la vida.
El
hecho inevitable de la muerte no inválida de manera alguna las diferencias en
la vida. Aceptar que la muerte nos llegará a todos por igual no se aplica ni
siquiera en la valoración de una vida elevada por cualquiera de las cuales se
significa, tales como el valor, la belleza, la sabiduría u otras que la
humanidad pondera como buenas que, más allá de la existencia siguen siendo
valoradas positivamente.
Lo
anterior, me recuerda la frase chusca de cierto filosofo que al preguntársele
sobre la vida y la muerte, respondió que son lo mismo; al inquirírsele el por
qué, siendo lo mismo no se moría respondió que no ganaba ni pasaba cosa alguna
ya al ser lo mismo vivir o morir era irrelevante.
Ya
se sabe que se nace sin querer, se muere a contra voluntad pero hay en ese
lapso, entre el nacer y el morir, en donde se vive o por lo menos existe la
posibilidad de vivir bajo la voluntad propia y con la razón como ariete para
volverse singular, es decir, diferente.
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